La abuela tejía insufribles camisetas y braguitas de perlé blanco, de un blanco imposible e infinito. A veces adornaba sus labores con pequeñas cintas de raso, rosadas o azul cielo y yo, las lucía bajo aquellas falditas cortas que, también ella, me hacía o me compraba. Aquellas falditas pensadas justamente para eso, para enseñar las bragas... ¡cuánto hubiese dado yo, en aquel entonces, por poder cambiar aquella tortura de picores y opresiones por unas sencillas prendas interiores de algodón!.
Con los años, cuando ya no resultaba decoroso ir por el mundo enseñando las braguitas, pude librarme al fin de ellas y, tiempo después, de las ceñidas y "adorables" camisetas y comencé a vestir mis " interiores" con anodina ( y cómoda) ropa del "economato".
La abuela no dejó por ello de tejer. Siempre había otros niños en nuestra nutrida familia. Repartía sus ratos libres entre las madejas de lana y de perlé y los aperos de la huerta. Sus manos callosas, que cortaban y limpiaban el pollo y el pescado, removían y fregaban las ollas, sazonaban los guisos, desplumaban gallinas para caldo, desollaban conejos...se relajaban luego entre las hortensias y los pensamientos o en la monotonía del lento danzar de las agujas.
Cuando los sobrinos y los nietos fuimos " grandes" perdió la ilusión por las labores de punto y de ganchillo. Apenas trabajaba ya, fuera de casa, en los fogones y se volcaba en la huerta y las docenas de macetas que ocupaban todos los rincones de su casa. Begonias (gitanas las llamaba), geranios de todos los colores, fuchsias ("pendientinos" de la reina)...llegó incluso a plantar un pequeño jardín entre su casa y las vías del tren que pasaban casi al lado.
Después llegaron los biznietos y aparecieron de nuevo las agujas. Alguien debió decirle que la ropita de perlé ya no se usaba y, reinventándose a si misma, comenzó a tejer chaquetas y jerséis.
Sus ojos no alcanzaban a ver el error de aquellas mangas desiguales y aquellos cuellos diminutos aptos tan solo para Nancys, ni las "faltas" y agujeros entre puntos o los nudos mal ocultos destacando en la labor. Encargaba comprar a las vecinas madejas y madejas de lana imaginando las medidas de aquellos peques que la distancia le impedía ver. Esperaba con paciencia la visita de los niños y, como siempre, las cuentas no cuadraban y los chicos crecían mas que la labor. Tocaba deshacer y volver de nuevo a los inicios... Jamás tuve el valor de confesarle que la niña era como yo, no soportaba las prendas ajustadas, detestaba la lana y el perlé y, solo con mirarlo, le daba sarpullido...
La abuela tejía, aún cuando su cabeza quedaba ladeada y desde la silla se escuchaba el resoplar de sus ronquidos. Mientras su yo cansado y viejito se dormía, sus manos, abandonadas en el calor de su regazo a la libertad del sueño, continuaban incansables, vuelta a vuelta tejiendo quien sabe que nuevo proyecto.
.... Aún guardo con cariño aquellas prendas de hechura irregular, tejidas con amor y soledad, y hecho de menos las colchas y tapetes de ganchillo que lucían los rincones entrañables de su casa.
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